Historias olímpicas: Derek Redmond, rendirse jamás
Este texto forma parte del libro «50 Grandes Momentos de los Juegos Olímpicos«, publicado en 2012 por Ediciones Al Arco, y auspiciado y repartido de manera gratuita por el Ministerio de Educación de la Nación en las escuelas primarias públicas. También podés leerlo online haciendo clic aquí.
La historia de Derek Redmond
(Crédito: programa Runners – Fox Sports HD)
Cuando a veces se habla de dejar todo por algo, muchas veces resulta ser una imagen figurada. Una exageración. Una manera de explicar que el objetivo merece un esfuerzo adicional al habitual, que en otras circunstancias no se realizaría.
El mejor exponente de esa frase es el atleta inglés Derek Redmond.
Consciente de sus cualidades como corredor, el británico arribó a Barcelona ’92 como favorito para ganar la medalla de oro en los 400 metros.
Su carrera estuvo plagada de lesiones (pasó ocho veces por el quirófano antes de los Juegos), pero su constancia, su perseverancia y su deseo de ir por más sin rendirse en el intento provocó que protagonizara uno de los momentos más conmovedores de la historia olímpica.
Viajemos hacia aquel instante.
Es una calurosa tarde de agosto de 1992 y se están realizando las competencias preliminares de atletismo, durante los Juegos Olímpicos de Barcelona. Llega el turno de una de las semifinales.
El inglés Derek Redmond, con el 749 en su pecho, está a un paso de la final por el oro. Se cree capacitado para ganar las dos carreras que le faltan para alcanzar la gloria. Atrás quedaba la frustración de Seúl ’88, donde había abandonado a 10 minutos de empezar a competir por culpa de una inoportuna lesión en el tendón de Aquiles.
Mezclado entre los 65.000 espectadores que colman el estadio olímpico está su padre, Jim. Es una costumbre. Allí donde su hijo compitiera, él iba a acompañarlo. Lo había hecho antes, lo está haciendo en Barcelona y lo hará después. Son inseparables.
Llega el momento de la verdad. Para estar en la final, Derek tiene que llegar entre los cuatro primeros. Cualquier otra posición lo deja afuera.
Largan. Redmond toma rápidamente la delantera. Su padre se pone de pie y siente como si corriera con su hijo. Llegan a la mitad de la carrera. Faltan 200 metros…
De repente, el mundo se viene abajo. Derek Redmond detiene su marcha y empieza a renguear. Tiene tanto dolor o tanta bronca, o las dos cosas, que se tira al suelo. Se toma la zona afectada y no lo duda: acaba de sufrir un desgarro.
Derek no lo puede creer. Su padre, menos. El atleta se pone de pie y emociona a la multitud porque intenta seguir corriendo rengo. Su pierna derecha tiembla de dolor. Se acercan varios médicos a socorrerlo, pero los saca a los gritos. Faltan poco más de 150 metros para la meta.
Derek sigue corriendo y rengueando. Pero cae en la cuenta de que nunca logrará el oro olímpico y se pone a llorar desconsoladamente. Pero no se detiene. No abandona. No se tira a un costado. No accede a los pedidos de los médicos para retirarlo en camilla. Él no llegó a los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92 para irse de esa forma, dejando esa imagen. Él fue a ganar, pero por sobre todas las cosas fue a competir, a terminar la carrera. Y en eso está. Entre lágrimas, claro.
Los espectadores habían empezado a ver la carrera con una mezcla de emoción y desinterés habitual. Aún no había nada en juego, salvo el pase a la final de la competencia. No era tan importante para ellos. Pero apenas Redmond se frenó, la mayoría de las miradas se enfocaron en él. A casi nadie le importó seguir a los demás corredores.
El dolor de Derek es extremo. Cada paso que da tiene una distancia menor al anterior. Llora, sigue insultando al aire, se pregunta por qué le está pasando esto a él.
Las lágrimas traspasan la pista y llega a las gradas, donde, entre llantos, el público comienza a alentarlo.
Papá Jim, que había bajado como un rayo las escaleras, salta la baranda y se mete a la pista. No se sabe bien cómo, porque no tiene ninguna acreditación que lo habilite para estar ahí, pero entra. Esquiva a un control y sale corriendo para donde está su hijo. Lo persiguen dos guardias de seguridad. Peo no le importa nada. Que lo lleven preso, si
se animan. Otro lo quiere frenar. Se lo saca de encima con el brazo.
En la última curva, Derek sigue de pie. Su padre le grita. El lo insulta y lo echa. Jim se acerca igual y lo abraza. Su hijo llora desconsoladamente sobre sus hombros. Es un momento estremecedor. La ovación es enorme.
“Terminemos juntos”, le propone a su hijo. Caminando, recorren los últimos 90 metros de carrera. Un guardia de seguridad, que no entiende absolutamente nada de la vida, quiere echarlo a Jim de la pista. “No puede estar aquí”, le dice. “Fuera”, le dice Jim, en su inglés original, pero con un gesto universal que no deja dudas. Derek, sostenido por su padre, sigue llorando a mares, cubriéndose la cara. Aún no lo puede creer.
Antes de llegar a la meta, Jim suelta a su hijo, para que cruce la meta por sus propios medios. Un instante después vuelve a abrazarlo. El público ruge. Se rompe las palmas para aplaudirlos. Llora. Se emociona una vez más.
Un minuto después, en la pista y como bastón humano de su hijo, Jim Redmond declara, entre lágrimas y ante las cámaras de TV: “Soy el padre más orgulloso del mundo. Estoy tan orgulloso de mi hijo aún más de lo que estaría si hubiera ganado la medalla de oro. Hay que tener mucho coraje para hacer lo que él hizo”.
Oficialmente, Derek fue descalificado y los registros del Comité Olímpico Internacional aseguran que el atleta “no terminó” la carrera.