Historias olímpicas: Muhammad Ali vuelve a conmover
Este texto forma parte del libro «50 Grandes Momentos de los Juegos Olímpicos«, publicado en 2012 por Ediciones Al Arco, y auspiciado y repartido de manera gratuita por el Ministerio de Educación de la Nación en las escuelas primarias públicas. También podés leerlo online haciendo clic aquí.
Uno de los momentos más emotivos que se da en un Juego Olímpico sucede el día inaugural, cuando se enciende el pebetero.
Desde 1952, se hizo también tradición que el último de los corredores que transportara la antorcha fuera un atleta o ex atleta famoso. Los organizadores se guardan como un tesoro el nombre del últimorelevista de la antorcha. El nombre del o de la responsable de encender la llama olímpica debe ser un secreto, para lograr sorpresa y emoción en los espectadores, ya sean los que están en el estadio o los televidentes de todo el mundo.
Probablemente, uno de los momentos que logró con más éxito esas dos premisas se dio en la ceremonia inaugural de los Juegos de Atlanta 1996.
Esa noche del 19 de julio, el Centennial Olympic Stadium ovacionó a Evander Holyfield, cuando el boxeador salió del piso y apareció en el medio de la pista portando la antorcha olímpica. El púgil era unos de los candidatos a encender el pebetero. Su aparición logró el objetivo: despistar al público y que el nombre del último relevista fuera un completo misterio. “¿Quién será el siguiente?”, se preguntaba el relator de la cadena NBC estadounidense durante la transmisión.
Con el Himno a la Alegría de Beethoven como fondo musical, la griega Voula Patoulidou, campeona olímpica vigente de los 100 metros femeninos, se hizo un lugar entre los deportistas que acababan de desfilar junto a sus delegaciones, y se sumó a Evander en la mitad de la pista. Ambos corrieron juntos, sosteniendo la antorcha con una mano. Ese fue el reconocimiento estadounidense a Grecia, país de origen de los Juegos, que había reclamado organizar aquella cita, para homenajear los 100 años de la primera competencia de la Era Moderna, acontecida en 1896, algo que el COI le negó.
Recorrieron unos 200 metros antes de pasarle la antorcha a Janet Evans, ícono de la natación norteamericana y dueña de cuatro oros olímpicos (tres en Seúl ’88 y uno en Barcelona ’92, donde también logró una de plata). Evans terminó de dar la vuelta a la pista y se acercó a una de las esquinas, donde un escenario elevado la aguardaba.
Y entonces llegó el momento de la emoción máxima de la noche y, tal vez, uno de los hechos más impactantes en la historia reciente de los Juegos. Mientras Janet volvía a mostrarle la llama al público, por detrás de ella apareció la silueta de un hombre. El último relevista de la antorcha olímpica, y el responsable de encender el pebetero de Atlanta
’96 fue nada más y nada menos que Muhammad Alí, Cassius Clay, o simplemente The Greatest. El estadio se vino abajo.
El más grande boxeador de todos los tiempos alzó la antorcha y se la mostró al mundo. Allí estaba una vez más Alí, demostrándole al mundo que estaba firme. De pie. Peleándole, guapo como siempre, al poderoso Mal de Parkinson, que hacía rato lo tenía a maltraer, pero que ya sabía que estaba muy lejos de noquear al más campeón.
El gran Muhammad recibió una ovación conmovedora que duró poco más de 30 segundos, mientras los televidentes se secaban las lágrimas. Luego, se inclinó hacia su derecha y acercó el fuego a un objeto cilíndrico, que enseguida salió despedido por el aire a través de una guía invisible. El fuego “voló” hasta el moderno pebetero y la llama olímpica iluminó la noche.
Alí volvió a ser homenajeado durante esos Juegos. Fue el 3 de agosto de 1996, cuando antes de la final masculina de básquetbol, Muhammad ingresó al colmado estadio Georgia Dome. Igual que en la ceremonia de Apertura, los 34.600 espectadores volvieron a ovacionarlo de pie, mientras Muhammad sonreía, sentado en un pequeño vehículo y vestido con una llamativa chomba roja.
El carro lo dejó en una de las esquinas, y Alí caminó por sus propios medios hasta el centro del rectángulo. Juan Antonio Samaranch, entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, le entregó al exboxeador una réplica de la medalla dorada que Muhammad había ganado en la categoría pesados, en los Juegos de Roma 1960, y que había perdido. En realidad, Alí había confesado en su autobiografía, (My Own Story, 1975) que, a su regreso de la capital italiana, había arrojado su medalla de oro al río Ohio, después de que se negaran a atenderlo en un restaurante exclusivo para blancos y haberse peleado con un grupo de ellos.
El dirigente español le colgó la presea en el cuello, le dio dos besos y le estrechó bien fuerte la mano derecha, aquella que Alí tanto había usado en su carrera para golpear rostros rivales. La misma que alzó después para agradecer tanto cariño y tanto reconocimiento.
Los jugadores de Estados Unidos y Yugoslavia, protagonistas de la gran final, miraban silenciosos desde un costado, sabiendo que estaban ante uno de los deportistas más grandes de la historia. Un mito viviente.
Luego, Muhammad tomó la medalla, la observó y, tras mirar de reojo a las cámaras, la besó. Enseguida llegó otra ovación interminable. Reggie Miller y Karl Malone fueron los primeros en abrazarlo, y luego lo rodeó todo el equipo estadounidense, que comenzó a hacerle bromas. “Felicitaciones, sos el más grande”, le dijo uno. “Ahora sí lo es”, replicó otro, para que todos rieran juntos. Alí no se quedó atrás, y le dijo al oído algo a Charles Barkley, que estalló en carcajadas. Antes de emprender la retirada, Alí se sacó una foto con el plantel de su país, y poco después hizo lo mismo con los yugoslavos (Vlade Divac fue el que lo detuvo previo a la salida).
Luego, el gran Muhammad levantó las dos manos por primera vez en lo que iba de las dos ceremonias que lo tuvieron como protagonistas, y después de mucho tiempo, no tembló. La multitud le regaló una última gran ovación.
De fondo, a todo volumen, sonaba la música de Superman…