La vida no desciende
Por Ariel Scher
Esa maravilla, su hijito, ya le preguntó casi todo lo que no hubiera querido contestar jamás: ¿entonces River no es el mejor de los mejores, papá?, ¿a veces, aunque sea unas poquitas veces, River te falla, papá?, ¿si se fue a la B, River no sigue siendo el más grande, papá?, ¿si ésto le podía pasar a River, por qué no hicimos nada para qué no pasara, papá?, ¿qué vamos a hacer los domingos, papá?, ¿a River lo queremos igual, igual, igual que antes, papá?
No hubiera querido contestar jamás esas dudas desesperadas, pero contestó como pudo, con algún argumento, con doscientas caricias, con la ternura completa, él, papá en tristezas porque River descendió y está tristísimo, papá en todavía más hondas tristezas porque esa maravilla, su hijito, está también tristísimo y, ya se sabe, peor que estar tristísimo es tener un hijito que está tristísimo. Lo contestó como pudo, sí, destartalado en los argumentos, lastimado en los razonamientos y verificando que hay anocheceres en los que a los hijos se les intenta explicar hasta lo que no se puede explicar. Y se las arregló, inclusive hasta bastante bien, durante unas cuantas preguntas. Vestido de River su hijito, vestido de River él, desplegó las palabras más exactas de todos sus diccionarios con verdades quizás incompletas, pero verdades al fin. Las mismas verdades que su propio padre le había enseñado en algún momento sufriente con River o con lo que fuera: los resultados son menos importantes que el amor, perder una categoría no es perder la pasión, no siempre es posible frenar lo que viene mal pero siempre hay que hacer el intento, el corazón es un indicador más importante que las tablas de posiciones, la grandeza radica en tener una identidad y no en que esa identidad esté en la cumbre o en el suelo, en las tribunas merecen caber la decepción y la bronca pero nunca la tragedia, el fútbol es una posibilidad hermosa aunque no desemboque invariablemente en algo hermoso, lo importante no es jugar el domingo o el miércoles sino la perspectiva de respirar juntos un aire de cancha. Todo eso, como pudo, le contestó. Le contestó, además, que el fútbol es, por supuesto, abrazarse en el instante del gol, pero también en la hora de la tristeza. Y, al final, le contestó que, suceda lo que suceda, River siempre va a ser River.
Tanto contestó y contestó que supuso que, vestidos los dos de River, ya no quedaban preguntas y ya no quedaban respuestas.
Pero faltaba, al menos, una.
Esa maravilla, su hijito, lo enfocó, dulce, mágico, distante de todos los morbos y de todos los morbosos que montaban shows alrededor del descenso de River, y habló:
-Papá, ¿cuándo se secan los ojos?
Habló, esa maravilla, llorando como tanta gente en todo ese y en todos esos días, como mucha gente en el mismo minuto, como se llora de tanto en tanto por el fútbol, como en unas pocas citas de la existencia lloran juntos un hijito y su papá.
Las yemas de tres dedos apoyadas en su cara le alcanzaron para descubrir que el par de ojos que lo enfocaba no era el único que ni amagaba con secarse. Sin embargo, acaso para su asombro, otra verdad heredada de su padre le permitió contestar. Y contestó que las tristezas del fútbol eran intensas pero no eternas, que más pronto que tarde los ojos iban a secarse, y que la garganta, las vísceras, las palpitaciones y las ganas se le iban a encender, de nuevo, reales y fantásticas a la vez, por los partidos de River.
Esa maravilla, su hijito, no iba a hacer más preguntas. No obstante, un hijito no deja nunca hacer preguntas. Y soltó una más. Ésta:
-¿A la cancha vamos a seguir yendo, papá?
Le contestó con dos, con cinco, con seis «sí» consecutivos. Después certificó que todavía no tenía los ojos secos. Y también que la vida nunca se va al descenso.