Italia 90. Postales y recuerdos de un Mundial muy emotivo
El Mundial de Italia 90 tiene un extraño magnetismo con nosotros, los argentinos. Los campeones vigentes y la emoción de ir a defender la Copa con Maradona se fusionaron con, en muchos casos, las vivencias personales.
En mi caso, aquel Mundial fue el único que viví durante mi escuela secundaria. Y el Instituto Manuel Dorrego estuvo a la altura de los acontecimientos: como el partido inaugural se jugaba poco después del mediodía, las autoridades alquilaron una pantalla gigante. La instalaron en el gimnasio, inmenso, y allí fue toda la escuela aquel viernes 8 de junio. Desde los chicos de primer año hasta los grandotes de quinto, pasando por un cuarto bastante quilombero (que aparecieron con una bandera albiceleste gigante y papelitos) y nosotros, los de tercero.
Los flashes son eternos. El muñequito Ciao, que tengo desde entonces, en un pin que me trajeron de Italia mi papá y mi tío Carmelo junto a una bufanda de Italia 90 que ilustra este texto y que guardo como un tesoro. El desfile de moda sobre el césped del estadio Giusseppe Meazza, el maravilloso himno Notti Magiche, la entrada de los equipos, Diego sonriendo que saluda a los jueces, agarra la pelota y hace jueguitos con su hombro izquierdo. Todo pinta para un arranque espectacular…
¿La mejor canción de la historia de los Mundiales?
La mejor canción de la historia de los Mundiales.#Italia90 #30Años#NottiMagiche
Gracias totales @GiannaNannini y @edoardo_bennato pic.twitter.com/xWme666BH0— Pablo Lisotto (@plisotto) June 8, 2020
Pero Camerún (el cual nos generaba cierta simpatía desde España 82 gracias a Clemente y a Caloi, que para los cortos mundialistas de “Clemente y sus hinchadas” habían creado al personaje “El hincha de Camerún” (“¿Cuántos hinchas tiene Camerún?” “Uno”, fue la respuesta. Y así nació). “Burunbumbum Burunbumbum. Yo soy el hincha. De Camerún”, cantaba en soledad un clemente negro, con un hueso atado a su cabeza.
Las postales siguen: el planchazo al pecho de Maradona, el salto bestial de Oman Biyik para ganar en el cabezazo y el error de Pumpido para el 0-1. Ni el ingreso de Caniggia ni las dos expulsiones que provocó con su velocidad turbo modificaron el resultado. Me acuerdo de volver a casa muy fastidiado por ese tropiezo inesperado.
El segundo partido, contra la Unión Soviética, también lo vi en la escuela. Aunque fue por la tarde. Llevé a mis primos, Carmelo y Antonio. Juntos sufrimos con la fractura de Pumpido luego de chocar con Olarticoechea y con el ingreso del inexperto Goycochea, miramos para el costado con la mano de Maradona que impidió el 0-1 tras un córner y celebramos los goles de Troglio y Burruchaga. Algo de alivio.
El equipo jugaba realmente mal. En mi casa vi con mi familia como Monzón anotaba de cabeza el 1 a 0 contra Rumania, pero apenas se pudo festejar porque Balint igualaba cinco minutos después. El agónico empate nos mandaba a jugar con Brasil.
El clásico de octavos de final fue, quizás, el triunfo más injusto y más celebrado de todos los partidos que vi en la selección. Los brasileños nos pasaron por arriba. El primer tiempo fue un festival. Pudo haber terminado 3 a 0 y nos hacían precio. Los palos, y la impericia de sus delanteros, nos salvaron. El episodio del bidón y la intoxicación que sufrió Branco es algo que nos enteramos luego y que sigue siendo un papelón. Una vergüenza. Pero en ese momento seguimos ilusionados con el milagro. Y el milagro llegó. Cuando quedaban 10 minutos, un Maradona que sufría muchísimo por una uña encarnada mal curada y un tobillo que parecía una pelota de tenis por un esguince que lo tenía a maltraer, agarró la pelota en el círculo central. El primero que lo deja pasar es Alemao. Le criticarán por siempre que no lo derribara., Le dirán que no lo hizo porque eran compañeros en el Napoli. Como fuera, Diego y su leyenda construyó su última gran apilada en Mundiales.
La desesperación verdeamarela hizo que tres defensores fueran con el Nº 10 y se desentendieran de Caniggia, que se corrió a la izquierda mientras Diego venía por la derecha. En el momento justo, Maradona se la pasa al Cani, que elude a Taffarel e infla la red. Milagro consumado. En la desesperación brasileña, José Basualdo se va de contragolpe para el 2 a 0. Lo derriba Ricardo Rocha, que se va expulsado. Diego frota su zurda mágica y Taffarel vuela para sacarla del ángulo. Maradona lo aplaude mientras va a tirar el córner.
El partido se termina. Me acuerdo de Ruggeri, saltando como loco en el césped, celebrando la histórica victoria. También de una foto de El Gráfico, con todos los brasileños paralizados y el título “El día que Chaplín lloró”, por un hincha caracterizado como el gran actor.
En el medio había espacio para sorprenderse con los goles del checo Tomáš Skuhravý, con las atajadas del costarricense Gabelo Conejo y con los bailecitos de Roger Milla y sus Leones Indomables, protagonistas del mejor partido de la competencia (2-3 vs Inglaterra).
Los cuartos de final contra Yugoslavia fueron un espanto. Y los penales, un sufrimiento. Si hasta Maradona malogró el suyo. Pero apareció Goyco.
La semifinal frente a Italia la vi en el negocio de mi viejo, con primos y empleados. Fue el mejor partido de la selección argentina. El único que realmente jugó bien y mereció ganar en los 90. O en los 120. Pero bueno. Italia era el local y no fue tan sencillo eliminarla. Un gol en offside (Schilacchi) y sanciones que dinamitaron el equipo (expulsaron a Giusti por una supuesta agresión a Roberto Baggio que nunca jamás repitió la TV y amonestaron a Olarticoechea y Caniggia. Los tres se quedaron afuera de la final).
“Tenés suerte. Desde que naciste viste cuatro mundiales y en tres, la Argentina jugó la final”, me dijo mi papá la mañana del domingo 8 de julio, hace hoy 30 años. Tenía razón: tenía 3 años en el 78. Fiesta nacional en el 86, a mis 11. Y enorme ilusión en el 90, a mis 15.
Un seleccionado albiceleste diezmado llegó con lo que pudo a la gran final frente a una Alemania que venía intacta. Fue un partido digno, si se compara cómo llegaron los equipos. El Olímpico de Roma se llenó de banderitas alemanas. La eliminación italiana le costó caro a Argentina. Y a Maradona. Desde entonces, lo crucificaron.
El 0 a 0 parecía inamovible. Sobre todo el cero nuestro. La patada de Monzón a Klinnsmann lo convirtió en el primer expulsado de la historia de las finales de los Mundiales. Y más tarde, Dezotti fue el segundo.
Y apareció Vöeller. Y el cruce arriesgado de Sensini. Y Codesal. Y el penal, aún hoy discutido. Y el remate esquinado de Brehme, que Goycochea rozó. Y el gol. Y la entrega de medallas. Y el ninguneo de Maradona a Havelange. Y la vuelta olímpica germana, con un Matthäeus como gran figura. Y las lágrimas de Diego. Y Bilardo, siempre en todos los detalles, tapándolo para que las cámaras no lo enfoquen llorando.
El equipo argentino fue uno de los subcampeones más austeros de la historia. Apenas 5 goles, y solo dos de octavos en adelante (uno a Brasil y otro a Italia). Pero con un plus de compromiso que contribuyó a la épica. Muchos allí se jugaban también su futuro económico.
Treinta años pasaron ya. Tuvieron que pasar 24 para volver a jugar una final del mundo en Brasil 2014. Habrá que ver cuánto más pasará para tener otra chance. Pero aún cuando quizás aquel equipo estuvo muy lejos del vuelo futbolístico del que había sido campeón en México 86, la épica y la magia traspasó aquellas falencias. Fueron, todos, héroes igual.
Excelente relato!! Emocionante y preciso. Trae a la memoria recuerdos importantes de la historia del fútbol. Felicitaciobes