Que los laureles no sean eternos…
La Selección Argentina acaba de alcanzar, después de 24 años, la semifinal de un Mundial. ¿Qué se puede decir, después de semejante proeza? Poco y nada. El equipo está en un lugar de privilegio y eso no admite demasiada discusión. Es un gran logro en sí mismo, aunque sigo pensando que -en el imaginario general- esto suele entenderse como un reconocimiento antes que como un gran logro.
Y es que, como dije en una anterior entrega, desde pequeños solemos escuchar, en toda la Argentina, que somos los mejores y, cuando un resultado nos es adverso es culpa de otro.
Desde aquella vez que pasamos los cuartos de final en Italia ’90 (contra Yugoslavia), ningún otro equipo argentino había alcanzado esta instancia. Personalmente, veo cosas en común, pero en especial una: el trabajo, la humildad, un cuerpo técnico que supo cambiar, que sabe leer los partidos, que está dispuesto a pensar -en cada cotejo- qué puede ser lo mejor. No es lo mismo jugar contra un equipo que contra otro ni hay que dejar de lado los propios condicionamientos. Ese es el denominador común: la escuela del trabajo y no de la «magia»; no es por arte de magia ni por un «reconocimiento» que se alcanzan instancias decisivas. Es con trabajo, con esfuerzo, ensamblando jugadores que no se conocen y armar así un equipo.
Faltan tarjetas en el Mundial
Algo que no tiene que ver con la Selección Argentina me llama mucho la atención: el elevadísimo nivel de violencia que permiten diferentes árbitros en casi todos los partidos. Los cuartos de final no fueron la excepción: debieron haberse ido a las duchas por lo menos dos jugadores belgas antes de los noventa minutos.
Se vio el viernes con Neymar: la rodilla arriba del jugador colombiano, impactando directamente contra la espalda del 10 de Brasil, es inentendible: el balón estaba del otro lado del rival, era inalcanzable desde esa posición. ¿Cómo es posible que eso sea tolerado? Otro jugador, pero de Nigeria (Onazi) sufrió una terrible lesión provocada por un colega de Francia (quien solo recibió una tarjeta amarilla). Solo hace falta ver las fotografías para concluir que el francés -como mínimo- no tuvo en cuenta la posible consecuencia de su temeraria entrada.
En lo que va del Mundial, los árbitros parecen demasiado condicionados para mostrar tarjetas. Es una pena, porque esa conducta general no suele explicarse como casualidad, sino como una bajada de línea que acaba fomentando cualquier cosa menos el fair play.
El deseo
¿Qué cabe esperar ahora? Que el cuerpo técnico siga trabajando, partido a partido y sin creerse demasiado ni tan poco; es decir: eso no va a cambiar. Si hay que cambiar algún esquema antes o durante el partido, ya quedó claro que el equipo lo va a hacer. Igual ocurre con los protagonistas: también quedó claro que si alguno tiene que salir, saldrá.
Y naturalmente, queda soñar. Tener esperanza y fe no está prohibido, pero personalmente me da más tranquilidad el trabajo, la observación, la humidad y tener un plan. Eso no parece faltar en este equipo. Tampoco faltaba hace 24 años; a quienes creen en cábalas, les señalo otra ¿coincidencia? con los laureles de hace 28 y 24 años atrás: Carlos Bilardo baja del micro con los jugadores.
El deseo es contrario al himno nacional: que los laureles que supimos conseguir ya no sean eternos: ojalá se renueven.